Las ciudades son los nuevos países. Cada vez tienen un peso mayor en la vida de la humanidad, no solo económico, sino social y político. Da la sensación de que todo lo que resulta relevante tiene lugar en las grandes urbes, los espacios donde se impulsan las nuevas tecnologías y aprenden a convivir diferentes culturas. Allí están los grandes museos, las exposiciones, las librerías, los teatros, los aeropuertos internacionales. Sin embargo, todo eso no funcionaría sin el campo que las rodea, no solo porque es allí donde se producen los alimentos que los ciudadanos consumen a gran escala, sino porque el sustrato cultural e histórico de casi todas las naciones europeas procede tanto del mundo rural como del urbano. La historia de la UE ha estado marcada por el peso de la ruralidad, a través de la Política Agrícola Común (PAC), destinada a evitar que las zonas rurales quedasen atrás. Y los agricultores siempre han hecho oír su voz, desde los chalecos amarillos que han incendiado media Francia hasta aquellos que quemaban casi de forma rutinaria camiones de fresas y tomates en la frontera con España.